Un hincha en iniciación
Un hincha en iniciación
Internacional

Un hincha en iniciación

Lizandro Samuel
2014-09-24 22:55:26
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El Caracas fue eliminado de la Copa Sudamericana ante su orgulloso público. ¿Cómo nace un hincha incodicional?, ¿qué representa para la sociedad un hincha?

En la penumbra de la Plaza Los Estadios, algunos hinchas del Rojo se sostienen el bulto de su entrepiernas mientras gritan “¡Sapos!” mirando los a policías que abandonan el Estadio Olímpico. Hace una hora se consumó la eliminación del Caracas de Copa Sudamericana, 1-3 perdió frente a Capiatá de Paraguay.

Si bien los policías llevaban cascos, los mismos no les inducían sordera. Los sapos no hicieron valer su fuerza de voluntad ante la tentación de matar moscas. De repente, una multitud se mueve con velocidad hacia el puente de Zona Rental; en el aire, las bombas lacrimógenas dibujan una parábola. El asunto no parece extenderse mucho. “Lástima por los vendedores que se quedan ahí tragándose todo eso”, dice alguien. Las moscas vestidas de rojo que provocaron a los sapos se hacen llamar hinchas del Caracas.

El problema del hincha venezolano es el mismo que el del venezolano de a pie: no sabe ganar. Una famosa cita, atribuida a Sacha Guitry, dice: “Un hombre inteligente se repone pronto de un fracaso. Un hombre mediocre no se repone jamás de un triunfo”. La posibilidad de victoria pesa demasiado en el inconsciente popular, genera expectativas desmedidas que suelen ser la previa a frías decepciones. Le cuesta al hincha venezolano decir “Sí se puede. Vamos a ver qué pasa”; en vez de eso, se refugia en dos polos, el “¡Ya pasamos!” o el “¡Nos van a eliminar!”

El primer polo rumiaba con fuerza antes del partido entre Caracas y Deportivo Capiatá. La expectativa de enfrentar a Boca Juniors en la siguiente ronda hacía olvidar, a algunos hinchas, la imagén del presente.

El equipo de Saragó, seguramente ajeno a estas consideraciones, habrá preparado el partido de la mejor manera posible, o de lo que ellos entendieran como la “mejor manera posible”. Ignoraban, por ejemplo, que horas antes del cotejo, en el Metro, un par de adolescentes con la franela del Caracas –uno con la blanca, el otro con la negra– conversaban en un elevado tono: “En mi Universidad ya están diciendo: Mañana compramos los boletos para Buenos Aires. ¡Vamos a jugar contra Boca!”

Un optimismo, más o menos similar, se respiraba a las afueras del estadio a eso de las 3:00 pm –el partido estaba programado para las 5:30 pm–. Un optimismo que se repartía de forma tácita en la positiva asistencia que acabó teniendo el partido.

En la tribuna principal, luego de que los jugadores calentaran, seguían apareciendo personas que buscaban sus asientos con sudor en la frente. Casi todas las butacas estaban ocupadas por quienes no correspondían a esas sillas; claro, esto es Venezuela.

Lo último lo entendió con buen carácter una pareja –¿matrimonio?– con poco tiempo de haber dado a luz. Un hombre fornido, rubio y con una temprana calvicie, cargaba al bebé. Estaba vestido con una franela azul oscuro con líneas blancas. La madre de la criatura sí iba más acorde al ambiente: la casaca blanca del Caracas. Lo más llamativo era el bebé: teniendo en cuenta lo difícil que resulta conseguir la franela de algunos equipos profesionales del país, no dejaba de ser interesante que una criatura, que quizá no llegaba al año de nacida, ya se vistiese, puede que por primera vez, con la franela del equipo local. No en vano el rojo es el color del amor, así sea del amor inducido.

La pareja tuvo que levantar a unos tres hinchas mal ubicados. Dos se sentaron en las escaleras, uno se pasó al puesto de atrás. “¿Dónde están nuestros puestos?”, preguntó uno; “Por allá” el otro señaló un extremo de la tribuna principal, y agregó: “En el entretiempo nos pasamos para allá”, cosa que, por temas de visión, no hicieron.

Evaluar si es correcto o no llevar a un bebé a un ambiente tan agitado como un estadio es cosa que compete a psicólogos, y que deben tener en cuenta los padres. Sin embargo, la criatura no pareció molestarse con el ambiente: cuando Otero se adentraba en el área de Capiatá y creaba una ocasión que no era concretada, movía los brazos en clara imitación a lo que sucedía a su alrededor; de este modo, incluso, se mostró alterado cuando le anularon un gol a Cure, por fuera de juego. Movía la cabeza en todas direcciones y aplaudía mientras recibía las sonrisas de sus padres.

¿Pero cómo saber qué el día escogido para la iniciación no sería el más alegre? El primer gol de Capiatá fue recibido con algunos quejidos opacados por el aumento de los decibeles de los gritos de la barra. El segundo gol, luego de varias mentadas de madre que se regaron en el viento, mostró al bebé fascinado, o al menos con la vista muy fija en un hombre –moreno, calvo, con la camiseta del Caracas– que tras de él y de pie gritaba “Dale Ro”. La ilusión, que llegaría al minuto 50, con el gol de Cristian Flores para el momentáneo 1-2, hizo al chiquillo retorcerse sobre los brazos del padre; quería ver con claridad al hombre que ahora se quedaba sin aire entonando: “Vamos Rojo no falles a tu hinchada/ que está contigo en las buenas y en las malas/ rojo con negro colores de la vida/ los paraguayos también son las gallinas/ yo soy así, al Rojo yo lo quiero/ y los paraguayos, me maman bien el webo”, la madre mostraba una sonrisa tonta mientras contemplaba al hijo extasiado y al hombre gritando; además, seguía la melodía con las palmas como si se tratara de una canción infantil.

Parecía que la noche escogida para sembrar la semilla de esa extraña obsesión llamada amor por el fútbol podía dar un giro épico, una de esas remontadas que permanecen en la memoria como argumento a la grandeza del equipo adorado. Nick Hornby cuenta en su libro Fiebre en las gradas que para que una victoria sea memorable debe haber un expulsado y se debe remontar un marcador adverso. El escenario se servía para la antología de los triunfos: roja a Dany Cure. Luego de pasar el asombro, el bebé se encontró rodeado de la melodía de Venezuela, de Luis Silva, con letra reescrita: “Échale bolas mi rojooooo/ las gradas siempre vamos a llenar/ en cualquier cancha que estés/ esta pasión no la van a entender/ soy así, qué voy a hacer/ solo quiero verte ganar/ solo quiero ganar la estrella/ y la Libertadores es la obsesión que me desvela/ en la cancha el equipo tiene que dar/ corazón, esfuerzo y entrega/ que en las gradas siempre está la mejor/ de Venezuela” y otra vez agitaba las palmas.

Pero el juego del Caracas fue perdiendo consistencia. En un momento dado, del bolso de la madre aparece un mono de peluche. El niño lo abraza como si intuyera en él a la consolación. Capiatá marca el 1-3. La posibilidad de ir a Buenos Aires se disipa en un extraño silencio. Incluso en el VIP, en donde los mesoneros suelen ser acosados ante los sedientos que claman cerveza. Los que antes llamaban a gritos a los que llevaban las bandejas, ahora permanecían quietos, con las bocas abiertas y la mirada fija en la cancha. Otero lanza un pase a nadie, Miky pierde un balón, a Carabalí le ganan la espalda, Baroja vuelve a hacer una tapada. La gente empieza a abandonar el estadio.

Los gritos de “Árbitro hijo de puta” nunca perturbaron al chiquillo. Tampoco las innumerables groserías y lamentos. Pero ya la sonrisa de los padres se había convertido en una especie de vergüenza, como si el equipo de los amores los hubiera dejado mal ante su más grande amor. De pronto, intentan evocar las palmas y las sonrisas. El chiquillo responde pidiendo los brazos de la madre, nada como el consuelo materno. Se revuelve entre ellos, abraza al monito, succiona un chupón.

El final del partido deja dos imágenes: los jugadores del Caracas en el círculo central recibiendo el aplauso de la hinchada mientras Saragó felicita al técnico victorioso, y los insultos de la tribuna principal –acompañados de algunos potes de Gatorade que son lanzados con rabia– hacia los árbitros que enfilan hacia el túnel. La pareja se ha levantado, está al borde de abandonar el vomitorio; el clima tenso resulta un extraño ecosistema para unos padres que tratan de criar a un recién nacido y de inculcarle –al menos en un futuro– ciertos valores. Suele debatirse en diferentes foros el significado del fútbol en la sociedad y cómo representa a la misma. Mientras los ojos de un chiquillo, que nunca amenazó con llorar entre tanto escándalo, lucen un poco más brillante –quizá más saldados–, los jugadores de Capiatá se retiran. Son insultados. Una mujer gorda, en la zona alta de la tribuna, ante la mirada indiferente del hijo –idéntico a ella– de como 10 años, grita “¡Paraguayos hijos de puta! ¡Paraguayos mamawevos!” El bebé pareciera a punto de llorar.