El mago-rata
Con una pelota en los pies hacía trucos de magia. El balón era su barita, la cancha el escenario y el grito de gol su aplauso favorito
“Cuidado con los sueños. En algunos casos porque pueden cumplirse, pero en la mayoría porque no se alcanzarán”, Martí Perarnau.
Desperté con consciencia clara de mi destino inmediato: hacer una cola. No había manera de zigzaguear. Es mi día libre y el único día de la semana en el que puedo comprar productos regulados. Por sí sola, esa historia merecería ser llevaba al papel. Quizá una crónica al estilo de Alberto Salcedo Ramos, el mejor cronista que he leído. Tomé La eterna parranda, un libro suyo que un amigo me prestó luego de comentar “Esta, amigo mío, es la biblia”. Metí mi cédula y el dinero entre las páginas del libro. Me vine en zapatos deportivos, shorts y franela. Las llaves las calcé entre el short y mi cuerpo. No traje nada más, ni tarjetas.
Y aquí estoy, leyendo una crónica del maestro Salcedo Ramos, haciendo una cola para entrar al San Diego de Los Teques. Tras de mí, un hombre de tez oscura y la cabeza con forma de huevo habla muy duro pegado al celular. Me fastidia la gente que cree que lo que dicen nos importa a todos. Adelante, una mujer rubia hizo amistad con otras señoras. Conversan a la velocidad del chisme. En la frontera del parloteo, tener un libro también es una forma de decir: “No soy de los que hablan. Gracias, la gerencia”.
Luego de un par de horas, y de crónicas, entro al súper. Recibo mis productos regulados y me doy cuenta de que, en algún momento, extravié un billete. Maldita sea. Noto que la señora rubia que estaba delante de mí ahora está detrás: solo había saltado unos puestos mientras socializaba. El tipo que le gritaba al teléfono desapareció. Evalúo mis opciones. De repente, la extroversión ajena me resulta agradable:
—Señora, disculpe: me acabo de dar cuenta de que extravié un par de billetes y, bueno, ahora no tengo suficiente para pagar. ¿Me puede regalar 20 bolívares?
Los busca en su cartera. Sonrío y doy las gracias. A partir de ahí, me siento en el deber de prestarle mis oídos. Pregunta por el libro que estoy leyendo. Uso la palabra antología. Parece no entender. La señora confiesa que vive en Lagunetica. Presume de su hogar, de la vista con la que recibe el alba. Dice escribir poesía. Llegado un punto, no tengo idea de cómo continuar la conversación. “¿Dónde vives?”, me pregunta. Contesto. “¿¡Ah sí!?, ¡yo viví ahí muchos años! Debes de conocer a mi hijo, él es muy famoso allá. Se llama César Correa”. Perder el billete no fue casualidad: el maestro Salcedo Ramos me ha guiado hacia una potencial crónica.
…
“Te felicito, ¿oíste?, eres el papá de los caimanes, el papá de los helados de los caimanes”. Me puse nervioso. Tenía 14 años y la timidez solo desaparecía dentro de la cancha. “César estaba diciendo que te iba a entrar a coñazos”, bromeó un compañero luego de que César, en la entrada de los vestuarios, pasara con su séquito tildándome de caimán. “Qué le eche bolas”, espeté.
El chamo rubio con cabeza en forma de huevo era el más destacado del fútbol de Los Teques. Agarraba una pelota y tenía inspiraciones ronalidiñescaz. Malabares, gambetas y goles. Su nombre retumbaba en el fútbol tequeño con fama y fe: César Correa. Es mayor que yo, pero compartíamos escuela y, a veces, me tocaba entrenar con una categoría por encima de la mía. Aquella tarde hice lo que nadie se atrevía a hacer: bajé de su trono al rey. Corrió con la pelota negándose a pasarla y burlándose de cada caño que tiraba. “Ole, upa, ¡ciérralas!”, repetía con una coordinación boca-pie que dejaba claro que pensaba más rápido que los demás. Lo cargué con el hombro y rodó un par de metros. Un donnadie había desafiado a su majestad.
…
“Sí, mi hijo juega fútbol buenísimo. Le puedes preguntar a cualquiera –le dice la señora a una chica que está delante de mí–. ¿Cómo juega mí hijo? –voltea a verme. ‘Muy bien’, respondo– ¿Ves? Y es súper inteligente. Él jugó en el Caracas y todo. Jugó con Josef Martínez, Alexander González, Rómulo Otero”.
César, en fútbol sala, parecía salido del videojuego FIFA Street. Lo suyo era más que regates: eran trucos de magia. “¿Tú eres zurdo, o derecho?”, le preguntó alguien una vez. “Con la derecha hago los pases y con la zurda hago los trucos”. Dijo así: trucos, porque de eso se trataba. Un mago apodado Niño Rata por alguno de sus entrenadores. En parte se burlaban por su aspecto; en parte, quiero creer, por sus actitudes.
Típico niño que ha pasado más tiempo en la calle que en la casa, la picardía era un asunto exacerbado fuera del rectángulo de juego: sus bromas coqueteaban con el vandalismo. “Yo pensaba que ese chamo era un malandrito”, dijo mi mamá una vez cuando le comenté del muchacho de la Residencia que jugaba en el Caracas Fc.
La mamá de César ahora se regodea en el tema favorito de los padres orgullosos: sus hijos. Comenta que el mago-rata se la pasaba en la cancha casi todo el día, hasta que ella empezaba a pegarle gritos desde la ventana. Narra algún problema que tuvo con el hermano de uno de los perrocalienteros de la Residencia: “Le querían decir dónde podía estar y dónde no”. Ahonda en el tiempo que pasaba su hijo en la Dirección del liceo: “Siempre fue hiperactivo y se distraía con facilidad. No podía estar quieto”, el comentario precede a una crítica contra el sistema educativo venezolano y, a continuación, suelta un dato que no me esperaba: “Él sacaba muy buenas notas. Se graduó con promedio de 17”. Pongo cara de haber escuchado que los cerdos vuelan. Aclara: “Su coeficiente intelectual es muy alto. Tiene el mismo coeficiente de Albert Einstein. Es muy inteligente, todo lo aprendía rapidísimo”.
La última frase quedaba evidenciada al verlo jugar. Tras destacar en la escuela de fútbol Intevep de Los Teques, y de jugar en todas la selecciones que podían armarse de futsal y fútbol campo en el estado Miranda, tuvo un breve paso por el Caracas Fc. Después de fracturarse la muñeca y de algún problema que desconozco, John Giraldo le dio de baja. Fue al Estrella Roja y regresó al Caracas. Giraldo fue quien lo recibió.
A partir de ahí, dejó de ser un asiduo en las caimanera de la Residencia. Cuando aparecía, era notorio que había aprendido, o se había adaptado, rápido: había ganado músculo, restado trucos, construido una gambeta más larga y hecho más potente su juego. Recibía y soltaba rápido. Su visión parecía más desarrollada; su pase largo, también. El mago moría ante las patadas del futbolista. Esa temporada, fue campeón nacional sub 20.
Su mamá explica que estuvo cerca de jugar en la Vinotinto de la categoría: “A él le tocaba una generación después de los que fueron al Mundial. Esa que fue al Mundial, sí la hicieron bien: llevaron a los mejores jugadores de esa edad; pero en la que le tocó a él, no. Imagínate, el Caracas mandó a Daniel Febles, nada más que porque tenía un papá muy importante en la historia del fútbol venezolano”.
Una vez me lo conseguí en el Metro. Nos saludamos con la distancia de quienes se han visto durante años y nunca se han tratado. Él estaba jugando en el Atlético Venezuela. Aquel Torneo Clausura del 2011 fue famoso por las deudas del Atlético: la directiva le debía casi toda la temporada a los jugadores. Algunos no tenían ni para pagar un pasaje. Se fueron a paro y el equipo recurrió a los juveniles: al poco tiempo el Atlético era un conjunto sub 20 en Primera División. El resultado fue la derrota 11-0 frente al Deportivo Anzoátegui.
César me contó que antes de llegar allí había estado en el Real Esppor de Noel Chita Sanvicente; de hecho, era él quien se lo había llevado para allá con la promesa de jugar Primera.
Me acuerdo de esta anécdota cuando, en el súper, su mamá confiesa que no le salieron las cosas cómo quería. En el Esppor, según ella, tuvo un par de choques con el cuerpo técnico: “Al argentino este… el preparados físico… esthem… ¿cómo es que se llama?.... ¡Ajá, ese mismo!, ¡Rodolfo Paladini! Bueno, a él le gustaba muchísimo como jugaba mi hijo, pero Chita le cerró las puertas”, la última frase no me queda clara. En ese momento aparece el hombre que hace rato hablaba por teléfono. La escena adquiere el significado del destino: es el papá del César.
El en ese entonces jugador del Atlético me habló de una cachetada, un familiar enfermo y discusiones. Ahora sus padres me hablan de “conflictos”. No me queda claro por dónde va el asunto, pero no me cuesta imaginármelo: la conducta del mago nunca fue su mejor carta de presentación. La rebeldía, entiendo, trascendía la cancha y la pelota. “Después él se fue –dice su mamá– al Deportivo Italia. Allá le dijeron que sí, que buenísimo, que viniera. Todos sabían lo bueno que era mi hijo. Pero el entrenador… esteeeeh… ehmm… ¿cómo se llamaba?”, “¿Lenin Bastidas?, ¿Eduardo Saragó?”, trato de ayudarla. “¡Ay, no sé! El caso es que él le dijo que Chita había dicho que no recibiera a César. Dijo que le debía mucho a Chita, que por él fue que pudo hacer unos cursos en el extranjero, que ese medio se manejaba así, que lo sentía, pero que no podía traicionar a Chita”. Prefiero no opinar. El que no sabe, no habla. Ella continua: “Algún día la vida le va a devolver a Chita lo que le hizo a mi hijo”, su piel se afloja, más que apunto de maldecir, pareciera a punto de llorar.
Las jugadas de César iban de boca en boca en Los Teques. Su rendimiento, ascenso y fichajes, conformaban los tópicos de una especie de prensa oral y coloquial que armábamos quienes lo conocíamos, tal como si fuésemos el medio más exitista y poderoso del mundo. Un día, la información dejó de llegar.
¿Qué lo apartó de las canchas? Siempre me imaginé que la edad y el carácter tan poco orientado a la disciplina. Su madre cuenta que fue muy difícil levantarlo: “No quería comer, estudiar, trabajar, se dejó crecer la barba… fue muy fuerte. Para mí, como madre, fue muy fuerte”. En este punto, su papá baja la cabeza. Les digo que una vez lo vi de taxista, junto a su hermano menor, afuera de Guaicaipuro, una estación del Metro de Los Teques.
“Sí, su hermano estuvo tratando de levantarlo, de empujarlo para trabajar”. De su época en el Atlético recuerdo que una vez me dijo “Mañana debuto en Primera”. Nunca supe si eso sucedió. Con los meses, me enteré de que estaba en un equipo de Tercera, o Segunda B. Le pregunté por él a un ex compañero, a quien me encontré en un centro comercial: “Sí, claro, él juega conmigo. Ese loco juega burda. Es un monstruo –pausa–. Pero es muy mala conducta. Se la tira de rebelde y es una rata”. Una rata-mago, lo corregí en mi mente.
…
Han pasado tres o cuatro días desde la escena del supermercado. Son más de las nueve de la noche, agarro una camioneta que no pasa por mi destino pero me deja cerca. No tengo más opción: es la única línea que trabaja a esa hora. El pasillo está congestionado. Camino hacia el fondo. Una vez acomodado, fijo la vista en un rubio con algunos kilos de más y la cabeza ovalada: César.
Casi como si me hubiese llamado, y consciente de que me iba a bajar rápido, me da una especie de entrevista. Dice que está estudiando y trabajando en una tienda de El Sambil. Me habla de Rómulo Otero y de la selección: “Ese loco pasó hace días por la tienda y estuvimos hablando un rato. ¿No sabes qué pasó con su lesión?, ¿va a poder ir a la Copa América?” Dice que se cambió de carrera porque no le gustaba y no quería que sus papás perdieran el dinero. Me explica que dejó de jugar cuando tenía todo listo para irse a Estados Unidos: “Me lesioné”. El lugar común me llena de suspicacia. “Sí, mi historia es burda de chimba”, sentencia.
Mi parada se acerca. Le pido el número. Hace un esfuerzo por recordar: “Es que cambié de teléfono”. Le pregunta a una chica que, me percato en ese momento, anda con él. “Escríbeme por WhatsApp y te sigo contando”. Nos despedimos.
Nunca lo pude contactar.
Epílogo
La magia de César en el campo lo hizo convertirse en una súper estrella de todos quienes jugáramos fútbol en Los Teques. La forma en la que un libro me llevó hacia él resulta interesante. Es casi un hecho paranormal. O, si nos ponemos creativos, el último acto de magia de un chamo ávido por dar a conocer su historia. ¿Y cómo se explica el que me haya resultado imposible contactarlo nuevamente? Quizá esto fue, a su vez, la última ratada del crack díscolo. Un muchacho que encontró alegría y depresión en el fútbol, pero que no por eso tiene que abandonar los trucos de magia; menos ahora que juega partidos más duros que los que enfrentó con una pelota en los pies. En esta, su nueva cancha, hay más obstáculos, pero también mejores recompensas.